¿Seremos inmunes cuando todo acabe?: lo que no se suele contar
Hay muchas cosas sobre las que los titulares parecen no ponerse de acuerdo. Algunas se deben a que es muy pronto para tener las cosas claras, otras a que no se están contando como se debe.
En cuanto al coronavirus, pocas preguntas se han presentado tan difíciles de responder como: ¿produce el SARS-CoV-2 inmunidad en nuestro cuerpo? La duda recorre los titulares desde las primeras semanas de la epidemia, cuando algunos de los pacientes, presuntamente recuperados, volvieron a dar positivo en las pruebas. Desde entonces se ha convertido en una de las cuestiones estrella. Según dónde la leas, la información es una o la contraria y los expertos parecen no posicionarse demasiado al respecto. ¿Cómo puede ser? La respuesta, una vez más, podría estar en un malentendido.
Es probable que hayas leído que, recientemente, un estudio hecho con monos ha demostrado que se vuelven inmunes tras superar la infección por el SARS-CoV-2. Ha sido un titular muy sonado y la gente ha lanzado las campanas al vuelo, pero lo cierto es que no es la buena noticia que crees. Porque si bien se habla de memoria inmunitaria y de mutaciones, hay algo que no se está contando. Pero para entenderlo hay que comprender cómo funciona esa supuesta inmunidad.
*(Si ya lo sabes puedes saltar hasta “Rencor inmunitario”)*
Milicianos y soldados
El mundo es un lugar lleno de peligros. Hay bacterias, hongos y virus perjudiciales por doquier. Si estamos aquí, sobreviviendo, es porque hemos conseguido blindar nuestro cuerpo, convirtiéndolo en una fortaleza difícil de penetrar. Siguiendo con el símil arquitectónico: nuestras murallas serían la piel y ayudando a esta barrera mecánica, como si fueran fosos o calderos de aceite hirviendo, estarían los jugos gástricos y las lágrimas, que nos ayudarían a protegernos. Pero estas barreras no son suficientes. De vez en cuando, algún patógeno consigue saltar las murallas y entrar en la fortaleza atravesando algún punto débil, como las mucosas, o una herida abierta.
Es entonces cuando ponemos en marcha la segunda línea de defensa contra el invasor. Imaginando que sigamos en la fortaleza, esa defensa vendría de algo así como los paisanos, una milicia de células poco específicas que se enfrentan del mismo modo a cualquier extraño, sea quien sea. Se trata de la inmunidad innata, los fagocitos, distintos tipos de células capaces de “ingerir” al intruso y destruirlo. Aunque en realidad, la reacción innata es mucho más compleja y no solo depende de células sino de moléculas como el famoso complemento, pero no tiene sentido que nos detengamos ahora en ello. Lo importante es que esta reacción produce fiebre e inflamación, dilatando los vasos sanguíneos y liberando sustancias que atraen a más milicianos y dan la voz de alarma para que acuda al rescate nuestra arma secreta: la inmunidad específica.
Como hemos dicho, los milicianos de nuestra inmunidad innata no tienen muy claro contra quién atacan y se enfrentan del mismo modo a cualquier enemigo, porque no tienen una gran variedad de armas donde elegir. Sin embargo, nuestra fortaleza tiene un ejército compuesto por otras células llamadas linfocitos, que sí son capaces de adaptarse para aprovechar los puntos débiles del enemigo y conforman la “inmunidad específica”. De hecho, su otro nombre es inmunidad adquirida porque el ejército de células no nace aprendido. Puede que sea capaz de explotar las carencias del rival, pero solo si le han visto antes. Por desgracia, los linfocitos acaban de llegar nuevos al campo de batalla y necesitarán aprender a reconocer al enemigo, para lo cual, se sirven de la ayuda de la inmunidad innata. Ésta lleva un tiempo luchando y ha causado algunas bajas en el invasor, ingiriéndolo y despedazándolo. Ahora, los fagocitos muestran algunos restos del atacante expuestos sobre su superficie celular, unidos a una molécula llamada complejo mayor de histocompatibilidad que funciona más o menos como un uniforme para que los linfocitos las reconozcan como aliadas.
En ese momento, los linfocitos podrán inspeccionar esos fragmentos expuestos por los fagocitos y solo aquellos con las armas adecuadas continuarán la batalla. Dicho de forma biomédica: los linfocitos capaces de unirse al invasor se activarán y comenzarán a atacar. No obstante, estas células harán más que luchar, al activarse se multiplicarán, aumentando las filas del ejército. Algunos lucharán destruyendo directamente al enemigo, como los linfocitos T citotóxicos. Otros, como los linfocitos B, señalarán al invasor, adhiriendo a su superficie anticuerpos que ayuden a que otras células los localicen y aniquilen con más facilidad.
Rencor inmunitario
Por supuesto, esto se trata de una simplificación, existen una infinidad de células e interacciones entre ellas, pero es suficiente para hacerse una visión general. Con algo de suerte, nuestras defensas terminarán destruyendo al enemigo y volveremos a estar sanos. Básicamente eso es lo que hacemos cada vez que superamos una gripe, o un a gastroenteritis. Sin embargo, la historia no acaba aquí. El ataque del invasor ha causado daños y el ejército no olvidará tan fácilmente. Muchos de los linfocitos especializados en combatirle seguirán en tu cuerpo, esperando que el invasor vuelva, porque esta vez le reconocerán, se acuerdan de él y podrán atacarle antes de que cause ningún daño. Son las llamadas células de memoria y al fin somos inmunes.
Esta es más o menos la guerra que nos tocará librar con el nuevo coronavirus. El problema es que el SARS-CoV-2 es totalmente nuevo para nuestro sistema inmunitario y tenemos que aprender a luchar contra él. No hay personas inmunizadas y ese es uno de los motivos por los que se extiende tan rápido. Es como un incendio descontrolado en un monte sin cortafuegos que frenen las llamas. Si una buena parte de la población estuviera inmunizada sus defensas acabarían con el virus antes de poder infectar a nadie más. Por eso es tan importante encontrar una vacuna a largo plazo. Un fármaco que le muestre a nuestros linfocitos contra qué luchan y que así puedan prepararse antes de que llegue el verdadero enemigo.
Sabemos que algunas personas han vencido al virus. Incluso tras recuperarse podemos seguir detectando en su sangre esos anticuerpos llamados IgG que los linfocitos B habían producido para atacar al virus y solo a él. Es lógico pensar que puedan ser los restos de la batalla, pero los anticuerpos IgG se destruyen pronto y si no hubiera linfocitos B produciéndolos constantemente sus niveles se reducirían a la mitad en cuestión de 21 días. Y esa es la buen anoticia, porque dado que hemos detectado pacientes que mantienen unos niveles de IgG más o menos estables tras la infección, podemos considerar que el SARS-CoV-2 es capaz de inducir en nosotros memoria inmunitaria.
Entonces ¿qué pasa con los “reinfectados”?
No obstante, estos mecanismos no son perfectos. En algunos casos las condiciones no son favorables para que se forme esta memoria inmunitaria. Son situaciones excepcionales, pero pueden suceder y explican esos casos donde un paciente aparentemente curado se ha vuelto a infectar. De hecho, este es uno de los motivos por los que algunas vacunas necesitan dosis de recuerdo. No obstante, lo más probable es que esos casos se deban a fallos en el diagnóstico, ya sea por errores humanos o por la inevitable imperfección de las máquinas, porque a veces, aunque hay virus en la muestra, no son suficientes para que podamos detectarlos.
Así que sí, está bastante claro que podemos inmunizarnos naturalmente contra el virus. Apenas hay duda sobre eso. El motivo por el que se ha armado tanto revuelo es que se suele confundir esta pregunta resuelta con otra mucho más relevante. Porque si bien se produce memoria: ¿cuánto dura la inmunidad?
La mutación no es el gran problema
Pensemos en la gripe. Podemos inmunizarnos contra ella, por eso existen vacunas. El problema es que a los Influenzavirus se les da bien disfrazarse. Esto se debe a que el material genético que les hace como son, su ARN, muta con más frecuencia que el ADN de nuestras células o de otros virus. Al hacerlo, altera su aspecto exterior y evita que nuestros soldados expertos lo reconozcan. Cada año hay nuevas cepas y en cierto modo nuestra inmunidad caduca. Pero hay buenas noticias porque, aunque los coronavirus tienen ARN como la gripe, cuentan con genes que le hacen más estable, evitando que su material genético cambie caprichosamente. Esto se tiene bastante claro y, aunque lo explicamos con más detalle en otro artículo, podríamos resumirlo diciendo que: el coronavirus muta menos que la gripe. De hecho, muta tan poco que el de Wuhan y el de España son prácticamente idénticos, con menos de 9 diferencias en un ARN con más de 30.000 “letras” que podrían haberse alterado.
Por lo tanto, la mala noticia es que cada vez que habrá que buscar una nueva vacuna, como con cualquier virus. La buena es que muta relativamente poco, así que daría tiempo de que una gran parte de la población se inmunizara contra él antes de que surgiera una nueva cepa. Concretamente, se estima que si pudiera inmunizarse a un 50 o 70% de la población, ya fuera con vacunas o pasando la infección, se conseguirían establecer esos cortafuegos de los que hablábamos antes y que reciben el nombre de inmunidad de grupo. Por supuesto, son estimaciones, pero no estamos totalmente perdidos, como sugieren algunas noticias. El motivo es que el peligro de perder la inmunidad no solo se debe a las mutaciones, sino a la fecha de caducidad de nuestros linfocitos de memoria.
Todo caduca
La memoria inmunitaria, a fin de cuentas, está formada por células. Linfocitos que como están vivos, en algún momento han de “morir”. Podemos pensar que, conociendo su esperanza de vida, podríamos saber cuánto durará nuestra inmunidad contra el SARS-CoV-2, pero eso nos presenta un problema, porque conocemos dicha longevidad y no es muy halagüeña. Se estima que un linfocito T, por ejemplo, vive entre 30 y 160 días. Sin embargo, también sabemos que la memoria inmunitaria dura más que eso. En algunos casos se estima que puede mantenerse de por vida, como con la polio o la viruela. En otros casos dura décadas, o puede que solo un par de años. Pero ¿cómo puede ser esto posible si las células mueren antes?
Resulta que aquellos soldados que se habían vuelto expertos y sobrevivieron al ataque, se seguirán dividiendo, aunque mucho menos que durante la infección. Los linfocitos irán reponiéndose con clones suyos, igual de preparados para luchar contra el antiguo enemigo. Podríamos decir que la población de linfocitos que confieren memoria inmunitaria iría reduciendo su número con el tiempo. A largo plazo morirían más de los que podrían ser repuestos, sobre todo teniendo en cuenta que las copias no son siempre exactas, y pequeños cambios en ellos pueden hacer que vayan perdiendo eficacia.
Modelo de los linfocitos T de memoria. Los círculos son poblaciones formadas por clones de los mismos linfocitos T. Cada población produce copias idénticas de los linfocitos que lo forman (p) Por otro lado, algunos sufren variaciones acumulando cambios (t) Finalmente, los linfocitos T van muriendo (d). Del artículo: "Human T Cell Memory: A Dynamic View".
Modelo de los linfocitos T de memoria. Los círculos son poblaciones formadas por clones de los mismos linfocitos T. Cada población produce copias idénticas de los linfocitos que lo forman (p) Por otro lado, algunos sufren variaciones acumulando cambios (t) Finalmente, los linfocitos T van muriendo (d). Del artículo: "Human T Cell Memory: A Dynamic View"./Foto: /Macallan D, Borghans J, Asquith B Y ese es el problema, el límite de nuestra capacidad de predicción. Por supuesto, todo lo dicho sobre el SARS-CoV-2 en este artículo puede cambiar. Pero, mientras que sí tenemos una idea bastante sólida sobre su capacidad de mutar o de producir memoria inmunitaria, no podemos avanzar casi nada sobre cuánto durará esta. Como mucho, sabemos que la inmunidad frente a otros coronavirus se mantiene en torno a uno o dos años. Lo cierto es que no es demasiado tiempo, pero es suficiente para permitirnos controlar la situación con medidas de prevención y el desarrollo de fármacos y vacunas.
Así es como avanza la ciencia. Con muchos pasos intermedios, aproximaciones, hipótesis a confirmar y sobre todo largos periodos de espera. Por eso, el estudio sobre la inmunidad en monos es relevante, pero no tanto como se ha hecho ver, y desde luego, no promete una inmunidad de por vida. Por eso se estima una memoria de uno o dos años, aunque podría ser más o podría ser menos. En cualquier caso, es muy pronto para decirlo. Para ver cómo decrecen las poblaciones de células inmunitarias necesitamos, por definición, más tiempo.
QUE NO TE LA CUELEN:
Desconocemos mucho sobre el SARS-CoV-2, pero eso no quiere decir que toda la incertidumbre sea igual. Algunos algunas afirmaciones son más firmes y están más contrastadas. Otras penden de estudios hechos a la carrera y con una mala metodología, como el famoso artículo del pangolín. Diferenciarlos no es fácil, pero es algo para lo que los expertos están entrenados. La ciencia es escéptica y eso significa aceptar tentativamente la respuesta más probable. Buscar solo verdades absolutas no representa al avance científico, sino a otro tipo de escepticismo llamado radical, más propio de la cultura helénica que de nuestros tiempos. Se estima que la mutabilidad del virus causante de la COVID-19 es relativamente baja. Teóricamente, y hasta que se demuestre lo contrario, puede considerarse razonablemente estable.
La evidencia acumulada hasta la fecha apunta a que no hay motivos sólidos para creer que el SARS-CoV-2 sea incapaz de desencadenar una respuesta inmunitaria específica suficientemente potente como para producir memoria inmunitaria.
Escogemos esta nota interesante de LaRazón
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