Las pandemias y la tentación del autoritarismo
Con graves crisis sanitarias, las sombras del autoritarismo se proyectan sobre los sistemas parlamentarios. La Restauración sufrió el embate de la gripe española
A propósito de la actual crisis del coronavirus, decía recientemente Yuval Noah Harari en un artículo ya famoso que nos estamos enfrentando a elecciones capitales. “La primera –destaca el historiador y filósofo– es entre vigilancia totalitaria y empoderamiento ciudadano”. Asistimos a medidas extremas de control de la población por parte de distintos gobiernos. Algunos dictatoriales, como China. Pero otros son sistemas en teoría libres (Hungría, Israel) cuyas disposiciones invasivas los acercan a lo que hoy se da en llamar “democracia iliberal”.
¿Se sentirán tentados ciertos políticos de consolidar decretos temporales para anclarse en el poder? Y los ciudadanos, ¿renunciarán voluntariamente a sus libertades a cambio de una prometida seguridad?
No es la primera vez que una emergencia sanitaria amenaza con facilitar el camino a escenarios autoritarios. En España, la gripe de 1918 puede rastrearse como uno de los factores que enrareció el clima que condujo a la destrucción del parlamentarismo liberal. La epidemia había golpeado en un país ya debilitado por la crisis de subsistencia. Se atravesaba una etapa de escasez e inflación provocada por las exportaciones a Europa durante la Primera Guerra Mundial.
Naturalmente, nadie decía aquí que la gripe fuera “española”, denominación injustificada que, además, hería el orgullo nacionalista. Se preferían eufemismos como “la enfermedad de moda” o “la fiebre de los tres días”. Durante unos meses interminables, la prensa se llenó de noticias acerca de una escalofriante mortandad. El precario sistema hospitalario de la época iba a enfrentarse a la desaparición de más de 250.000 personas, es decir, doce de cada mil.
Una pobre gestión real
En medio del temor y la angustia, la prensa y las revistas médicas dedicaron amplias críticas al estamento político, al que se culpaba de no ser capaz de garantizar atención sanitaria a todos los ciudadanos. Los medios también censuraban la falta de resolución de las autoridades, que parecían no atreverse a tomar medidas profilácticas para evitar la alarma entre la opinión pública.
Según ‘El Adelanto’, la extensión de la gripe era un espectáculo bochornoso que dejaba a España en ridículo
Se suscitó un ambiente de progresiva hostilidad hacia aquellos en el poder. Las informaciones gubernamentales, lejos de inspirar confianza, producían incredulidad. El Sol, sin ir más lejos, aseguraba a sus lectores que la epidemia iba en aumento “pese a los optimismos oficiales”.
La Correspondencia de España, en su edición del 27 de octubre de 1918, se quejaba de que los españoles se hallaban indefensos ante la epidemia mientras sus dirigentes no hacían nada: “Por esos pueblos de Dios, de un extremo a otro del solar hispano, las quejas son enormes, pero no obstante su clamor verdaderamente trágico, esas quejas no son oídas, o por lo menos no son atendidas”. La situación, según este diario, era aterradora. Faltaban médicos, medicinas e incluso, en muchos lugares, alimentos.
El Adelanto, de Salamanca, dibuja un panorama igualmente apocalíptico: “Una ola inmensa de muerte barre poblaciones y pueblos, sembrando por todas partes la desolación y el dolor”. Ante las innumerables necesidades que se debían atender, los políticos de las instituciones no estaban precisamente a la altura exigible. Ningún ayuntamiento había cumplido “la obligación ineludible de proveerse de material y personal contra una epidemia”. Los españoles morían“asesinados por la imprevisión de los gobernantes”.
La hecatombe suscitaba una reacción nacionalista. Según El Adelanto, la extensión de la gripe por toda la península constituía un espectáculo bochornoso, que dejaba a España en ridículo ante los países civilizados. Los ciudadanos morían como moscas. La culpa, en parte, recaía en los políticos sin conciencia, pero también en un país sin “virilidad”, más preocupado de cuestiones sin importancia que de la defensa de la vida. Había que buscar un remedio que pusiera a la nación a la altura de las más adelantadas.
Acoso y derribo
¿Qué hacer para acabar con todo el desbarajuste sanitario? Empezó a abrirse paso la idea de implantar una “dictadura sanitaria”, expresión generalizada en la prensa, que acabara de una vez con el mal funcionamiento de los organismos públicos.
Todo este debate, como ha señalado la historiadora Victoria Blacik en un artículo sobre el tema, propició una deslegitimación del Estado liberal que tendría profundas consecuencias. El desprestigio del sistema generó el caldo de cultivo para el establecimiento, cinco años después, de la dictadura de Miguel Primo de Rivera.
Numerosas voces coincidían en reclamar un Estado que estuviera regido por técnicos, no por políticos. La administración debía ser impersonal, no estar controlada por caciques que buscaban su interés privado, sino el bien público. En esos momentos, las competencias de salud pública correspondían al Ministerio de Gobernación. Pero este organismo, según afirmaba un artículo aparecido en ABC en 1921, solo se preocupaba por cuestiones políticas o de orden público. Este orden de prioridades le suscitaba al autor del texto una pregunta dramática: “Y a la sanidad, ¿que la parta un rayo?”.
A muchos médicos les hubiera encantado la creación de un Ministerio de Sanidad, pero pocos de ellos apoyaban en la práctica esta medida. Estaban seguros de que no iba servir de nada si antes no se terminaba con la corrupción de la política. Sin cambios en ese terreno, el nuevo ministerio sería un cacicazgo más, un instrumento en manos de dirigentes partidistas, no de profesionales con los conocimientos necesarios para resolver problemas.
Primo de Rivera se presentó como el “cirujano de hierro” que iba a extirpar el cáncer de la oligarquía en aquella España que, a su juicio, estaba enferma “de laxitud y desfallecimiento”. Muchos creyeron que un gobierno “fuerte”, léase dictatorial, sería más eficaz a la hora de hacer frente a múltiples retos colectivos, fuese en la sanidad pública, en la guerra de Marruecos o en cualquier otro ámbito. ¿Puede ese prejuicio favorable a la dictadura en momentos graves manifestarse en la actualidad? Esperemos que, como afirma Harari, los ciudadanos puedan “hacer lo correcto sin necesidad de la vigilancia de un Gran Hermano”.
Escogemos esta nota interesante de La Vanguardia
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