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El virus entre rejas: la bomba de relojería de las cárceles de EEUU

Varios estados liberan a miles de presos sin delitos de sangre o en precario estado de salud. Los contagios de covid-19 proliferan en las prisiones y centros de detención de inmigrantes.



Paul Wright cumplía condena por asesinato a mano armada en 1997 cuando un terremoto de 5.3 grados sacudió el estado de Washington en el que estaba encerrado. El temblor provocó la estampida de los empleados de la cárcel, que corrieron a sus casas abandonando a los internos a su suerte. “La pregunta ahora es cuánto tiempo pasará hasta que los guardas empiecen a ausentarse del trabajo”, asegura Wright en una entrevista telefónica. “Están mal pagados y muy expuestos al virus, de modo que es probable que algunos concluyan que no vale la pena jugársela”. Esa inquietud planea como una amenaza latente sobre el sistema penitenciario, a medida que el coronavirus empieza a hacer estragos en las 7.000 cárceles de Estados Unidos, el país con más presos del mundo, unos 2.2 millones de personas.

Estando todavía entre rejas, Wright empezó a publicar ‘Prison Legal News’, una revista mensual donde informa sobre la situación en las cárceles y aboga por los derechos de la población carcelaria. “En el último siglo las prisiones han sido uno de los principales focos de todas las epidemias letales que han azotado el país, desde el sida hasta el sarampión. Nada indica que esta vez vaya a ser diferente”, asegura. La situación empieza a ser desesperada en muchos penales y centros de detención de inmigrantes. Los contagios se cuentan por millares, tanto entre los reclusos como de los guardas a cargo de su supervisión.

Falta de material

La prisión del condado de Cook, en Chicago, se ha convertido en el mayor foco de infección del país, según un análisis del ‘New York Times’, con más de 350 positivos. En California los contagios entre los guardas se han triplicado en una semana y se han multiplicado por siete entre los presos. En la ciudad de Nueva York, la incidencia de positivos en sus penales es siete veces superior a la que existe fuera de sus muros. “Estamos experimentando niveles significativos de infección en varias de nuestras instalaciones”, dijo hace unos días el fiscal general del Estado, William Barr, a cargo del sistema federal de prisiones, donde hay unos 150.000 internos.

Las cárceles son ratoneras inigualables para el virus. Muchos de los presos están recluidos en dormitorios con decenas de camas o celdas compartidas donde es prácticamente imposible mantener la distancia de seguridad. El uso de geles desinfectantes está en gran medida prohibido. La falta de guantes o mascarillas es la norma. Abunda la población entrada en años y con enfermedades preexistentes. Y cada semana entran y salen de las prisiones unos 400.000 reclusos, según un estudio del ‘The Marshall Project’.

Ante la rápida explosión de casos y el número creciente de fallecidos proliferan las medidas excepcionales. Se han suspendido las visitas de familiares, se han cancelado los programas de formación y en el sistema federal se ha confinado a los presos en sus celdas durante dos semanas. “Mi padre se siente como si estuviera en un campo de exterminio nazi. Básicamente los han encerrado a todos en el mismo dormitorio y solo sacan a aquellos que tienen la fiebre alta”, le dijo al ‘LA Times’ la hija de un recluso encerrado en California.

Huida de reclusas

Por el momento no se han producido motines como los vistos en Italia, Colombia o Tailandia. Pero el pánico está arraigando con rapidez. En una cárcel de mujeres de Dakota del Sur se escaparon varias reclusas después de que una de ellas diera positivo de covid-19. En Washington, al menos 200 presos amenazaron con incendiar el penal y tomar a los guardas como rehenes tras enterarse de que seis reclusos habían dado positivo. Algo muy parecido está pasando en los centros de detención de inmigrantes, donde esperan casi 40.000 refugiados y solicitantes de asilo. En al menos tres de ellos se han iniciado huelgas de hambre, y en otros dos los guardas tuvieron que emplear gases lacrimógenos para sofocar conatos de rebelión.

Tanto el Gobierno federal como algunos estados han optado por liberar a miles de presos sin delitos de sangre, en precario estado de salud o encerrados por violaciones técnicas del tercer grado. California se lleva la palma con unos 3.500. Pero las organizaciones de derechos humanos y algunos legisladores consideran que las medidas son insuficientes. La activista Piper Kerman, autora de ‘Orange is the New Black’, pidió recientemente la liberación de los más de 500.000 reclusos que todavía no han sido juzgados y viven encerrados por el simple hecho de ser demasiado pobres para pagar sus fianzas. “Nuestras cárceles se convertirán pronto en supervectores incontrolables de la pandemia, que se propagará más allá de sus muros y alambradas”, escribió en ‘The Washington Post’.






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